16 años tenía. Una tarde me animé a espiar por la ventana de un centro de jubilados. Era tango, más que eso no sabía. La profesora desde dentro advirtió mi cabeza entrometida y con voz firme dijo “No se puede ver eh!”, mientras hacía ademanes para que entrara a darle explicaciones. Intenté evadir la órden, pero me abrumó tanto la interrupción, que cedí a entrar y pedir disculpas por mi atrevimiento.
Vestida con el uniforme y los zapatos de la escuela entré despacito con la cabeza gacha y las mejillas encendidas. Los demás en la clase seguían en sus abrazos y pasos, ajenos a lo que pasaba. La profesora no. La profesora me esperaba con las manos en la cintura. Antes de yo poder emitir sonido, ella se adelantó a repetir: “Acá no se puede ver, tenés que hacer”.
Inútil fue excusarme; que el uniforme, que los zapatos de goma, que las obligaciones en mi casa…no. No hubo caso.
Me explicó una serie de 8 pasos en una especie de rectángulo que, después de un par de intentos, salió bastante más digno. Me sentía ridícula y avergonzada, pero no tenía ni la más mínima idea de cómo zafar de ese brete de otro modo que no sea haciendo lo que indicara esa imperativa mujer.
Después de examinar la fluidez del bendito rectángulo, esa mujer sentenció: “Bueno bien, listo”. (Ah! Se terminó mi suplicio!” … mmm no.). Se acercó al grabador, llamó la atención de todos para ponerse en fila y ordenó: “Ahora con música”.
Hoy sé que esos acordes eran la Yumba. En ese momento, cada golpe de bandoneón, cada paso mío tratando de acompasarlo era como una dulce espina que se clavaba cada vez más en mi corazón. Eran golpes a la puerta de quien soy hoy.
3 semanas después de esa clase, pinté mis zapatos de mi fiesta de 15 de negro y me mandé a un festival de la ciudad donde vivía. Había tango desde las 11, hasta las 22 durante 3 días. Sin lugar a dudas, los primeros más apasionantes de mi vida.
A fuerza de pisotones, algunos retos y explicaciones doctoradas de los milongueros viejos que asistían al evento; descubrí los cruces, los sanguchitos, los giros… ahhh esos giros!. Como bailábamos sobre el asfalto, ya al segundo día se me habían echo tremendos agujeros en la suela. Cada giro era una cosquilla en la planta del pie… y en el corazón.
16 años tenía, me forjé en la milonga, sentada entre el cariño respetuoso pero nunca austero de viejos soñadores. Ellos me regalaron sus pensamientos, sus aprendizajes, las experiencias que pudieran contarse a una purreta. Escuché. Escuché atenta cada relato. A muchos los guardé con la esperanza de entender mejor algún día esas frases tan llenas de hondo sentimiento.
Crecí. Por un tiempo deje de milonguear con el cuerpo, pero jamás lo deje en los sueños. Hoy la milonga es de nuevo mi realidad.
No soy bailarina de tango. Soy milonguera, porque no amo bailar… AMO BAILANDO.
Con amor, La Morocha.